Todos recibimos de Dios la invitación a
las bodas de su Hijo, a las bodas de la vida, y el traje para vivir y celebrar
plenamente. El evangelio de hoy nos plantea cómo es nuestra actitud ante esta
invitación y ante lo que se nos regala, ¿recibimos esa lluvia de gracia de Dios
o abrimos nuestros paraguas para que no nos cale? ¿Nos arriesgamos a entrar en el banquete y “ponernos” el traje de fiesta?
Esta decisión es
nuestra y de ella depende el recibir de Dios el reino definitivo o que se nos
quite aun cuando nos sintamos “de los buenos”. Porque al final todo es don,
regalo, invitación inmerecida.
Mateo 22, 1-14
En
aquel tiempo, de nuevo tomó Jesús la palabra y habló en parábolas a los sumos
sacerdotes y a los ancianos del pueblo: «El reino de los cielos se parece a un
rey que celebraba la boda de su hijo. Mandó criados para que avisaran a los
convidados a la boda, pero no quisieron ir. Volvió a mandar criados,
encargándoles que les dijeran: "Tengo preparado el banquete, he matado
terneros y reses cebadas, y todo está a punto. Venid a la boda."
Para comprender
mejor esta parábola tenemos que recordar lo que suponían las bodas en tiempos
de Jesús. Una parte de la sociedad pasaba hambre habitualmente, por pobreza;
otra parte porque la Torá (la Ley) prescribía muchos ayunos. Rara era la semana
que no tenían que ayunar por algún motivo.
Las bodas
duraban unos siete días, pero en algunos casos podían llegar a treinta días de
celebración. Era una ocasión propicia para comer, beber, encontrarse las
familias, danzar, llegar a acuerdos entre familias, etc. Eran fiestas de gran
calado social y religioso. Los novios y novias de las familias ricas no sólo
lucían las ropas y joyas que habían heredado de sus antepasados, sino que era
costumbre pedir otras prestadas a familiares y amigos para que la boda tuviera
todo su esplendor. Incluso las parejas
más pobres intentaban lucirse en las bodas por encima de sus posibilidades. La
parábola quiere sugerirnos unos preparativos realmente extraordinarios.
Los convidados no hicieron caso; uno se marchó
a sus tierras, otro a sus negocios; los demás echaron mano a los criados y los
maltrataron hasta matarlos. El rey montó en cólera y envió a sus tropas, que
acabaron con aquellos asesinos y prendieron fuego a la ciudad.
Como ya hemos
comentado en otros textos similares, la parábola deriva en una escena dramática
para hacer reflexionar a los oyentes. Es impensable que los invitados no
acudieran a la boda del hijo de un rey, sabiendo que era un gran privilegio ser
invitado a ella; en esas celebraciones los reyes eran muy generosos. Quedarse
con los preparativos y sin invitados era un motivo suficiente para montar en
cólera y reaccionar con violencia.
Con esta
descripción tan brutal quieren sugerirnos la gravedad de no acudir a una
llamada, a una invitación que ha sido preparada cuidadosamente y supone
derroche, generosidad… Cuando aplicamos esta alegoría a las invitaciones del
propio Dios entendemos mejor que es una locura no responder a un encuentro al
que hemos sido invitados.
Luego
dijo a sus criados: "La boda está preparada, pero los convidados no se la
merecían. Id ahora a los cruces de los caminos, y a todos los que encontréis,
convidadlos a la boda." Los criados salieron a los caminos y reunieron a
todos los que encontraron, malos y buenos. La sala del banquete se llenó de
comensales.
Esta parábola
nos ofrece una imagen preciosa: el cruce de los caminos era el lugar de
afluencia, por donde tenían que pasar todos: buenos y malos, ricos y pobres. Es
una metáfora de lo que ocurre en la vida.
La sala del
banquete se llenó de malos y buenos; las primeras comunidades también se
estaban llenando de “malos y buenos” y era importante recordar el mensaje de
Jesús para comprender que ese había sido su proyecto, su predicación y su
estilo de vida. Muchas personas que se fueron incorporando a las comunidades
tenían dificultad para entenderlo. Veinte siglos después seguimos teniendo esa
misma dificultad.
Cuando
el rey entró a saludar a los comensales, reparó en uno que no llevaba traje de
fiesta y le dijo: "Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin vestirte de
fiesta?" El otro no abrió la boca. Entonces el rey dijo a los camareros:
"Atadlo de pies y manos y arrojadlo fuera, a las tinieblas. Allí será el
llanto y el rechinar de dientes." Porque muchos son los llamados y pocos
los escogidos.»
En las fiestas
de los grandes personajes existía la costumbre de tener ropa de fiesta para
prestar a los invitados que no traían una apropiada. Algo similar hacemos
ahora, cuando prestamos una prenda de abrigo o un paraguas a quien viene a
visitarnos y no ha sido precavido.
La parábola nos
habla de una persona que decide no vestirse de manera adecuada, a pesar de que
ha tenido ocasión de hacerlo. No nos quedemos con el detalle de la ropa sino
con la actitud de rebeldía, y entenderemos mejor lo que supone que le echen de
la boda.
“Ser
llamados”
es la invitación. Responder con coherencia está en nuestra mano.
Para reflexionar.
1.
Personalmente
ü Dejamos que el texto “cale” en nosotros y hacemos memoria,
¿qué invitaciones he recibido de Dios? ¿en qué ocasiones he sido como los
convidados del primer grupo? ¿qué “disculpa” pongo para no aceptar su
invitación? (tengo mucho trabajo, mis hijos, mis alumnos, estoy cansado…) ¿en
qué ocasiones he dejado mis planes, proyectos, gustos y he aceptado su invitación?
ü Hago un momento de oración con lo reflexionado antes.
2.
En la familia, fraternidad…
Ü Después de leer
el texto y sus comentarios podemos dialogar sobre lo que más nos ha
sorprendido, lo que no entendemos, lo que más nos ha gustado…
Ü Nuestra familia
también está invitada a la fiesta, llamada por Jesús para participar en su
banquete, para acoger sus dones. ¿A qué nos sentimos invitados como familia?
¿Cómo estamos respondiendo? ¿Cómo ayudamos a nuestros hijos, vecinos, compañeros..., a reconocer las
invitaciones del Señor y a responderle?
Ü Con el Salmo de
este domingo, tan familiar en nuestra familia franciscana, terminamos rezando
juntos:
El Señor es mi
pastor, nada me falta:
en verdes praderas me hace recostar;
me conduce hacia fuentes tranquilas
y repara mis fuerzas.
en verdes praderas me hace recostar;
me conduce hacia fuentes tranquilas
y repara mis fuerzas.
Me guía por el
sendero justo,
por el honor de su nombre.
Aunque camine por cañadas oscuras,
nada temo, porque tú vas conmigo:
tu vara y tu cayado me sosiegan.
Preparas una mesa ante mí,
enfrente de mis enemigos;
me unges la cabeza con perfume,
y mi copa rebosa.
por el honor de su nombre.
Aunque camine por cañadas oscuras,
nada temo, porque tú vas conmigo:
tu vara y tu cayado me sosiegan.
Preparas una mesa ante mí,
enfrente de mis enemigos;
me unges la cabeza con perfume,
y mi copa rebosa.
Tu bondad y tu misericordia me acompañan
todos los días de mi vida,
y habitaré en la casa del Señor
por años sin término. (Salmo 22)
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